domingo, 1 de abril de 2012

Le crucificaron allí (Lucas 23,33-49)


Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda...

à Jesús dijo: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen
                       Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso
                       Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu                 

à El pueblo:  Estaba mirando
                       Regresaba dándose golpes de pecho

à Los magistrados:  hacían muecas diciendo:  «A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido.»                                   

à Los soldados:  se burlaban de él y, acercándose
                             le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!»

à Un malhechor:     le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!»

à Otro malhechor: le respondió diciendo: «¿Es que no temes  a Dios, tú que sufres la misma   condena?
                                    Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.»

à El oficial: glorificaba a Dios diciendo: «Ciertamente este hombre era justo.»

à Todos sus conocidos y las mujeres: estaban a distancia presenciando todo esto.

 Tu muerte, Jesús, no deja a nadie indiferente. Todos tenemos algo que decir, que opinar, que hacer ante tu cuerpo maltrecho, colgado de un madero.
A veces soy como el pueblo, que te miro como un espectáculo sobrecogedor, pero que no tomo partido ni me atrevo a levantar la voz por miedo a la “autoridad”. Y me siento culpable aunque lo arreglo con unos cuantos golpes de pecho.

También actúo como los magistrados, sobre todo cuando la responsabilidad me sobrepasa. Entonces pienso que tú tienes el poder y que debes intervenir para suplir mi falta de compromiso. “Si a otros has salvado, hazlo ahora también”.

Como los soldados, hay ocasiones en que te muestro mi incredulidad. Cuando, por ejemplo, pienso que no actúas suficientemente rápido, o en la línea que a mí me gustaría. He estado convencido muchas veces que tu poder no es efectivo, no es como el que yo necesitaba para arreglar las situaciones. En el fondo, he desconfiado del poder del Amor.

Merezco estar en la cruz, como los malhechores, porque ha habido tantas actitudes con relación a los demás que deben desaparecer de mi vida… A nadie condenan a la cárcel –mucho meno a muerte- por ser indiferente al dolor ajeno, por ser intolerante, por negar la palabra al hermano, por murmurar, por desear lo malo para otros, por pensar mal de las personas, por desearles fracasos… Por todo eso merezco la cruz…

Pero como el “buen ladrón”, confío en que te apiades de mí y me acojas en tu Reino. Quiero confesar tu nombre, tu misión y tu destino salvador. No quiero quedarme a lo lejos, presenciando tu muerte horrorosa.

Jesús, quiero acoger tu palabra. Sentir tu perdón porque “no sé lo que hago”, recibir el consuelo de tu promesa “hoy estarás conmigo en el paraíso” y mientras se acerca esa hora definitiva, encomendar mi espíritu en las manos del Padre. Necesito, Jesús, tu fortaleza para no desaparecer a la hora de la exigencia, a la hora del sufrimiento y, si es tu voluntad, a la hora de la muerte.