Entonces les
abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras y añadió: “Así
estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al
tercer día y, comenzando por Jerusalén, en su nombre debía predicarse a todas
las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos
de todo esto”. (Lucas 24,45-48)
Los discípulos
son los testigos de la muerte de Jesús y también de su resurrección. No son un
grupo de amigos alrededor de un jefe visionario que les lavó el cerebro con la
promesa de un reino igualitario.
Los discípulos
son personas unidas por una esperanza común, por la fidelidad a un proyecto
que, a través de Jesús, descubrieron como proyecto de Dios y que consiste en la
fraternidad universal. Por este proyecto, su “líder” entregó su vida toda.
La resurrección no le ocurrió sólo a Jesús. En
sus discípulos hay un resurgir de personas nuevas: han transformado sus ideales
nacionalistas y excluyentes en invitación a una mesa común a la que son
llamadas “todas las naciones” y pueden acercarse los que transitan por los “cruces
de los caminos”.
Los cristianos
nos apoyamos en este grupo de apóstoles y discípulos para no dispersar fuerzas
ni dar prioridad a ideologías desintegradoras porque queremos constituir una
sola familia, reunida en torno a la comida, donde nadie es excluido y donde
todos sirven a todos.
Los discípulos de
Jesús no son eruditos en cristología, sino sus amigos. Amigos hasta dar la vida
como Él, que no pretenden transmitirnos conocimientos sino vivencias. ¡Y
cuántas vivencias se despertarán en cada uno de nosotros si compartimos la mesa
común!
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