En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el
Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado
a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido
entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién
es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.»
Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo
que ustedes ven! Porque les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que
ustedes ven, pero no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen, pero no lo
oyeron.»
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¿Qué son estas cosas que Dios ha revelado a los pequeñitos, sino
la fuerza misteriosa del Evangelio para transformar a los hombres y llevarlos a
la verdad? Los apóstoles se maravillan del poder que irradia del Nombre de
Jesús.
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Los sabios y entendidos creen saber, pero no
saben lo más importante. Pues el Dios del que hablan no es sino una sombra del
Dios verdadero hasta que no lo reconozcan en la persona de Jesús.
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Los pequeños en cambio, han entrado en estas
realidades, se sacrifican por sus hijos o son sacrificados por el poder, que
les promete felicidad para los que vengan después. Pero ahora, los pequeñitos o
sea, los creyentes humildes, ya lo tienen todo si tienen a Jesús, porque todo
le ha sido entregado por el Padre.
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El pequeño vive su fe en cosas modestas, y sabe
que nada de sus sacrificios se perderá. Porque Jesús nos da a conocer al Padre
y, conociéndolo según la verdad, también compartimos con él su dominio sobre
los acontecimientos.
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Evangelizar no es hacer propaganda del Evangelio,
sino demostrar la fuerza que tiene para sanar a los hombres de sus demonios. Y
para eso no necesitamos caer en el activismo. Debemos dar gracias al Padre que
nos capacitó para ver, oír y para transmitir su salvación. ¡Felices los ojos...!
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